Después de la ceremonia popular i relijiosa, los invitados de la capital i del alto comercio, funcionarios capitalistas, industriales, jefes del ejército i de la guardia nacional, presididos por el entusiasta i siempre juvenil intendente de Valparaíso, el almirante Blanco Encalada, se reunieron en un suntuoso banquete preparado en el café de la Bolsa por el famoso epicúreo Maillard. I precisamente cuando el jefe de la provincia levantaba su copa para beber a la paz, al progreso i a la gloria de Chile, presentólese un ayudante con semblante demudado i díjole algunas palabras siniestras al oído. |
Acababa
de descubrirse una conspiración terrible en el cuartel de artillería. El sarjento retirado Oyarse, natural de Chiloé, hombre arrojadísimo e inquieto, que en esos días habia regresado del Ecuador, donde sirvió como oficial en la espedicion frustrada del jeneral Flores, concibió el diabólico pensamiento de apoderarse por un golpe de mano de todos los asistentes al banquete, aprisionarlos, i manteniendolos como rehenes, proclamar la insurreccion jeneral de la República, mal apagada todavía en el sangriento campo de Loncomilla. Para ésto, una o dos compañías del batallón Buin, que guarnecían el cuartel de artillería a la subida de Playa-Ancha, debían tomar las armas a las 8 de la noche, i los artilleros sacar los cañones i abocarlos a la sala del banquete. Por fortuna, un animoso soldado del Buin salto las paredes en el acto de poner en ejecucion el atrevido intento, dio aviso a la intendencia situada entonces en una casa arrendada de la calle Cochrane i de allí corrió un oficial a dar la alarma. |
Pero el
jeneral Blanco, léjos de turbarse por novedad tan tremenda, apuró la copa de la alegría i la confianza, i solo cuando no fue notado, se escapó del bullicioso recinto para dar sus órdenes. Dos semanas mas tarde eran sentados en el banquillo de los ajusticiados, frente al cuartel de policia, el sarjento Oyarce, su hijo, cabo de artillería, el trompeta Cuevas, del mismo cuerpo, i un soldado de la compañía de cazadores del Buin. |
Era el 14 de octubre de 1852. Al marchar al patíbulo, a las once de la mañana, en medio de un inmenso oleaje de curiosos, una mujer se precipitó entre los sacerdotes que acompañaba a los Oyarce, padre e hijo. Era la esposa del sarjento revolucionario i la madre del infeliz mancebo de veinte años. Hubo una escena de desesperación indecible, pero los soldados condenados a la última pena, tomaron sus puestos i murieron como por lo común mueren los soldados de Chile: arrepentidos, pero heróicos. Oyarce, que era joven todavía, arengó al pueblo con voz severa encomendando la sumision a las leyes, i murio como verdadero bravo, cuando contaron al jeneral Blanco los incidentes del suplicio del aquel hombre, el ilustre marino se lamentó que hubiese sido forzoso sacrificar un corazon tan levantado |
Fuente de información: De Valparaiso a Santiago
Vicuña Mackenna, agosto 1877